Comentario
Vuelto a la Península, Alfonso el Magnánimo tomó las riendas de los intereses familiares en Castilla, donde sus hermanos (los infantes de Aragón: Juan, convertido en rey consorte de Navarra, en 1425, y Enrique, gran maestre de la orden de Santiago) encabezaban una facción de la nobleza hostil a Álvaro de Luna y a su política de reforzamiento de la autoridad real. Pero también aquí las luchas costaban un dinero que había que pedir a los estamentos. La ciudad de Valencia fue generosa y las Cortes valencianas, reunidas en Murviedro (1428), votaron un subsidio, pero las catalanas, convocadas en Tortosa (1429-30), fueron más remisas y osadas: dieron la mitad de la ayuda solicitada, forzaron al rey a pedir consejo y, como si fuesen soberanas, enviaron una embajada a Juan II de Castilla para exhortarle a hacer la paz con el rey de Aragón. En estas mismas Cortes también comenzaron a producirse divisiones dentro del sector eclesiástico.
Finalmente, perdida la guerra en Castilla y expulsado el clan aragonés del vecino reino (treguas de Majano, 1430), el monarca volvió a centrar su interés en Italia, donde la reina de Nápoles solicitaba su ayuda. Sólo las perspectivas de un éxito en la política mediterránea y la necesidad de dinero para conseguirlo explican que se decidiera de nuevo a llamar a Cortes a los estamentos catalanes (Barcelona, 1431). Las sesiones se centraron en cuatro cuestiones: la reorganización y control de la administración de justicia, sobre lo que no hubo acuerdo; la situación de las finanzas de la Generalitat, muy endeudada y con ingresos menguantes a causa de la disminución de la producción y el comercio, problema que no fue abordado a fondo; la cuestión agraria, y los impagos de censales y violarios (rentas constituidas). Eclesiásticos y ciudadanos, principales acreedores de pensiones de censales y violarios, reclamaron leyes más severas contra los deudores y, a pesar de la resistencia de los nobles, muy endeudados, obtuvieron del monarca la constitución que deseaban.
Probablemente la cuestión agraria fue la más controvertida: los señores se manifestaron alarmados por la amplitud que tomaba el movimiento campesino de emancipación (contra las servidumbres) y la pérdida de rentas a causa de la crisis demográfica, y exigieron medidas contra las reuniones campesinas y el abandono de cultivos, y el reforzamiento de sus poderes, pero el monarca, que quizá ya se sentía tentado de sacar ventajas políticas del conflicto, rehusó entrar en el fondo de la cuestión. Al fin, habiendo obtenido un donativo, marchó definitivamente a Italia (1432), donde, después de graves sinsabores, culminaría su política mediterránea con la conquista de Nápoles (1442).
Hasta principios de los 40, el Magnánimo, que necesitaba del capital extranjero para su política mediterránea, facilitó la penetración en la Corona de Aragón de comerciantes y banqueros italianos, sobre todo florentinos. No se diferenciaba en ello de Juan I y Martín el Humano. La Generalitat, cuyos ingresos reposaban en gran medida en el comercio exterior, tampoco se opuso a esta política que, en cambio, dividía a los estamentos catalanes. Por el contrario, en Valencia, donde mercaderes y financieros italianos ocupaban muy sólidas posiciones, básicas para la economía del reino, nadie pensaba en expulsarlos. Pero, a partir de los años 30, con un cambio de coyuntura más favorable para los negocios mercantiles de los catalanes, creció la opinión contraria a los negociantes extranjeros en Cataluña. Y durante los años 40, la propia monarquía cambió de política, al coincidir la incorporación de Nápoles a la Corona, la mayor inserción del nuevo reino en la economía catalanoaragonesa y las tensiones entre el Magnánimo y Florencia.
En 1447 los florentinos eran expulsados de la Corona, y sustituidos en sus funciones financieras por mercaderes y banqueros catalanoaragoneses, mientras la industria textil catalana iniciaba una reconversión para producir tejidos de calidad que evitaran la importación de tejidos flamencos y florentinos. Alfonso el Magnánimo elaboró entonces un programa de tendencias proteccionistas y autárquicas, que pretendía prohibir la importación a países de la Corona de paños producidos en el extranjero, usar en el transporte marítimo exclusivamente embarcaciones catalanoaragonesas y obligar a los mercaderes importadores de trigo a comprarlo en países de la Corona, sobre todo Sicilia, Cerdeña y Nápoles. Pero este proyecto, que pretendía integrar en una sola unidad económica a todos los reinos de la Corona, lesionaba intereses de la poderosa Biga barcelonesa, facción de grandes mercaderes importadores, que hicieron fracasar su plena aplicación.
Las iniciativas reales en materia social y política tuvieron mayor trascendencia. Mientras Alfonso residía en Nápoles, la reina María, su esposa, gobernaba como lugarteniente los reinos peninsulares de la Corona. No fue una labor fácil puesto que aquellos fueron años de dificultades que dividían a la sociedad, situación que la ausencia del rey no hacía más que agravar. Aunque las Cortes generales de Monzón (1435) respondieron positivamente y al unísono a la petición de sumar esfuerzos para liberar al rey, entonces prisionero del duque de Milán, las relaciones futuras entre la reina lugarteniente y los estamentos serían problemáticas. Los desacuerdos se hicieron patentes en Cortes posteriores (Barcelona, 1436-37, Lérida, 1440 y Tortosa 1442-43), donde las divisiones y recelos entre los estamentos no les impidieron protestar por el absentismo real y la orientación filopopular de la política real. Entre tanto, seguía el déficit de las finanzas de los organismos públicos y crecía el descontento popular por el mal gobierno y la corrupción de la vida municipal. Y la situación se complicó aún más, en 1446, cuando la monarquía decidió reanudar la política de recuperación patrimonial, cuestión que había paralizado las Cortes de 1421-23 y 1431-34.
No ha de extrañar, por tanto, que, reunidas de nuevo las Cortes (Barcelona, 1446-48), esta vez para tratar de la financiación de tropas para el rey, se discutiera de todo menos de lo que interesaba a la monarquía: absentismo real, disputas entre la Generalitat y el gobierno de Barcelona, déficit de las instituciones, banderías, recuperación patrimonial y cuestión remensa. Los estamentos pidieron la suspensión de esta política de recuperación, cuyo desarrollo fomentaba la agitación rural puesto que facilitaba las reuniones campesinas, pero la monarquía prefirió disolver las Cortes antes que ceder.